D. José Gálvez no murió mártir, a pesar de que en más de una ocasión su vida corrió peligro, y a pesar de la falsa noticia –publicada en el ABC de Madrid de 17 de Abril de 1937- de que había sido asesinado por las tropas italianas a su entrada en Málaga. Por eso el proceso que tiene abierto la Diócesis de Málaga es el llamado Proceso sobre Virtudes, en el que se están recogiendo elementos probatorios que permitirán –en su caso- a la Congregación para la Causa de los Santos declarar que consta que D. José Gálvez practicó heroicamente “todas las virtudes cristianas” (v. art. 4 de la Instr. Sanctorum Mater y concordantes).
Pero, ¿a qué nos estamos refiriendo exactamente cuando hablamos de “virtudes”? Puede dar la impresión, en nuestra sociedad actual, incluso entre los cristianos, que virtud es una palabra añeja, desfasada o incluso obsoleta. Dª Mª Encarnación González Rodríguez, Directora de la Oficina para la Congregación de las Causas de los Santos de la Conferencia Episcopal, en un interesante trabajo publicado en 2008[1] advierte de un relativo “olvido” de este concepto. Cita al P. Valery, que ya en 1957 observaba: “La palabra virtud ha muerto, o al menos está muriendo. No se pronuncia casi nunca”[2] Lalande, a su vez, en su Dizionario critico di Filosofia[3] se lamentaba: “las palabras virtud y virtuoso tienden, según parece, a desparecer del lenguaje oral contemporáneo”.
De ser así, carecería de sentido el esfuerzo que supone el proceso de beatificación. Porque si la virtud se convierte con el tiempo en un concepto huero, ajeno a nuestras vidas, ¿qué nos importará que la Iglesia declare o no que D. José Gálvez ejerció la virtud heroicamente? El resultado del proceso, aun afirmativo, no supondría para nosotros más que una mera declaración académica, sin auténtica significación real o profunda en nuestras vidas, puesto que se referirá a un concepto que ya para nosotros será completamente extraño.
¿Cuál ha sido la razón de este abandono? Probablemente se debe a la “eclesialidad” -por decirlo de algún modo- que se le atribuye al concepto virtud. Sin embargo, el término está, como poco, formulado en el mundo clásico. Platón hablaba de la sabiduría o prudencia (propias de la parte racional del alma), la valentía (correspondiente a su parte irascible) y la moderación (para la parte concupiscible). Igualmente Aristóteles habla de la sabiduría, la inteligencia, la prudencia y la moderación. En tal sentido, justamente educar era como moldear a la persona en hábitos estables de carácter positivo[4] Sin embargo, sería en efecto Santo Tomás quien desarrollaría de modo más acabado y perfecto la teoría de las virtudes. Así se establecería la formulación clásica –recogida por nuestro Catecismo- que distingue las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) y las humanas, siendo de éstas las fundamentales las denominadas cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) por agruparse todas las demás en torno a ellas. [5]
-La prudencia. Es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar.
-La justicia. Consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada “la virtud de la religión”. Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común.
-La fortaleza. Es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. Hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa.
-La templanza. Modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. En el Nuevo Testamento es llamada “moderación” o “sobriedad”.
Las anteriores virtudes –humanas-, se arraigan en las virtudes teologales, que referidas directamente a Dios, adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina.
-La fe. Es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma. Pero, “la fe sin obras está muerta” (St 2, 26): privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo. El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla. El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: “Todo […] aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 32-33).
-La esperanza. La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. Se corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cf Rm 8, 28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7, 21).
-La caridad. Es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. El Señor nos pide que amemos como Él hasta a nuestros enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres como a Él mismo (cf Mt 25, 40.45). El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Ésta es “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino. La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. Éste no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del “que nos amó primero” (1 Jn 4,19). La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión.
“La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos” (San Agustín, In epistulam Ioannis tractatus, 10, 4)
Así, todas estas virtudes integran la “disposición habitual y firme a hacer el bien”[6], permitiendo a la persona, no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. El propio Catecismo cita a San Gregorio de Nisa[7]: “el objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios”. Esta excelencia en el vivir cristiano –en feliz expresión de la citada Dª Mª Encarnación González Rodríguez- nos permitirá en cada momento “saber qué hacer, cómo hacerlo, querer hacerlo y perseverar en hacerlo sin paralizarse ante las inevitables dificultades”[8] Para eso “sirven” las virtudes, constituyendo su ejercicio un “programa de conducta”, un modo práctico de tender hacia el bien, buscarlo y elegirlo mediante acciones concretas.[9]
Es por ello por lo que, retomando el planteamiento inicial, nos será de gran utilidad a los fieles cristianos saber si, y cómo, ejerció las virtudes teologales y cardinales el Siervo de Dios D. José Gálvez Ginachero. A ello está dedicada la causa de beatificación abierta en la Diócesis de Málaga, la ciudad donde nació, vivió y murió el insigne médico, la ciudad donde desarrolló la mayoría de su dilatada obra, y, sobre todo, la ciudad que recibió más directamente el influjo benefactor de su ejercicio de las virtudes.
[1] Tabor. Revista de Vida Consagrada. Año II, nº 6 (Diciembre de 2008) pp. 347-362.
[2] Oeuvres I, Paris 1957, 940.
[3] Ed. Internazionale, 1971.
[4] V. la entrevista al filósofo José Antonio Marina en ABC de 20 de Mayo de 2011
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1803 – 1845.
[6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1803
[7] Beat. 1
[8] O.c.
[9] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1803