Se conserva un Cuaderno, de tapas blandas de color negro, de pequeño tamaño (10×15 cm), que fue manuscrito por Gálvez entre 1930 y 1936.
Ha sido examinado por los teólogos censores de la causa de beatificación, tal como establece la normativa canónica, pues contiene un conjunto de sus pensamientos íntimos acerca de Dios y su Iglesia. No alberga, desde luego, ningún pronunciamiento “herético”. Tampoco ni una sola referencia política, aún en aquellos agitados años. Antes bien, condensa en frases breves y concisas (él mismo era persona de muy pocas palabras) sus pensamientos, demostrando su profundidad espiritual y humana.
Pero en ese Cuaderno también recogía Gálvez con mucha frecuencia sus programas diarios; los objetivos cotidianos que, escritos con su letra cursiva y menuda, se proponía cada mañana desde que se despertaba, para cumplirlos con rigor y precisión casi “germánicas”.
Mostramos las imágenes de algunos de estos horarios. Hay docenas de ellos, todos muy similares entre sí. En todos, secuencias y rutinas parecidas.Gálvez se levantaba todos los días al alba. Ordinariamente, alrededor de las 5,30 ó 6,00 de la mañana. “A quien madruga…” Inmediatamente, tras el aseo, marchaba a escuchar misa. Todos los días, a las 6,45 iniciaba su jornada matutina con la Eucaristía. En sus horarios, cada día es invariable la primera referencia: Santa Misa y Sagrada Comunión.
Desayunaba. Y antes de ir al Hospital, robaba 30 ó 40 minutos para estudiar. En sus páginas concretaba además las materias, e incluso los manuales de referencia que iba a acometer. Gregoire, Stocckel, Hubner… Gálvez, que había ya cumplido en aquella época más de 60 años y gozaba de un prestigio indecible, iniciaba su jornada formándose espiritual e intelectualmente. Jamás descuidó su formación académica, aun siendo él mismo una auténtica autoridad.
Después marchaba a trabajar, sobre las 8,30. Una labor esforzada, constante, en el Hospital Civil, donde trabajó durante 58 años sin interrupción. Más de 150.000 visitas se le acreditaron. Era entonces el Hospital de aquellos que no tenían recursos. Tanto es que para ingresar había que mostrar los “papeles de pobre”. Miles de mujeres sin recursos fueron atendidas cotidianamente en aquel Hospital, que aún conserva su huella indeleble.
Pero con la misma asiduidad, a media mañana se escapaba con su vehículo a hacer una visita a María Auxiliadora. Le daba fuerzas. Sólo 15 ó 20 minutos. Lo suficiente para saludar a la Virgen en el mismo Santuario salesiano donde, por las dramáticas circunstancias de la época, poco después sería detenido y con gran riesgo de ser ejecutado.
Volvía rápido al Hospital. A las 12 ya estaba de nuevo atendiendo a sus enfermos. A los leprosos los curaba él mismo. Ya que todos en el Hospital sabían que no sólo curaba físicamente. También les llevaba consuelo espiritual. Rezaba continuamente mientras las operaba o curaba. Signaba la cruz de Cristo en el lugar de las heridas antes de coserlas. Porque Gálvez sabía que solamente Él, Jesús, es el verdadero médico.
Después, “administración”. Correspondencia, gestiones, atención a las infinitas pequeñas tareas que le demandaban sus otras mil facetas: Asilo de los Ángeles, Ave María, Jesuitas… Todas las obras caritativas que incomprensiblemente cabían en su agenda.
¿Incomprensiblemente? No, gracias al rigor de su exacto cumplimiento cotidiano. La precisión con que anticipaba sus tareas era la mejor fórmula para alcanzar los objetivos que a cualquiera que se asome a su biografía nos parecería virtualmente imposible alcanzar.
Sobre las 3, almuerzo. Pero antes, breve visita al Santísimo. Y después de la comida, rezar el Rosario en familia. También todos los días. Algunas veces, después del Rosario, Gálvez se permitía el “relax” de leer el periódico. Pero inmediatamente después, se obligaba a ¡2 horas más de estudio! Y entonces, como si una nueva jornada amaneciese, cuando ya llevaba 11 horas activo, abría su consulta. La consulta “de pago”, en la que cobraba a sus enfermas ricas y le costeaba las medicinas a sus enfermas pobres. Después la cena. Y por fin, tras la devoción privada (oraciones, o eventualmente acudir a la Adoración Nocturna), examen de conciencia para evaluar cómo había transcurrido el largo día; y acostarse.
Día tras día. Mes tras mes. Año tras año.
Así, queda revelado su “secreto”, que se escondía en su pequeño Cuaderno diario. Su secreto era la constancia en el cumplimiento del deber autoimpuesto.
La continuidad en la tarea cotidiana. La concentración en las acciones, grandes y pequeñas, evitando la dispersión. Plantearse un programa de vida, y seguirlo con fidelidad. Amontonar como granos de arena la obligación y la devoción, conjugadas armónicamente hasta crear la ejemplar montaña que fue su vida toda, modelo para sus contemporáneos y para los que le hemos sucedido generaciones después.
Para terminar, del mismo Cuaderno, espigamos 10 de sus pensamientos relacionados con la fortaleza y la constancia. Los escribía para si mismo, como recordatorios auto-impuestos. Esperemos que hoy día también sean inspiración para todos nosotros:
“Para entrar en el reino de los cielos has de hacer en todo la voluntad de Dios. Cumplir fielmente tus obligaciones de padre, de ciudadano, de médico, de cristiano en general”.
“No descuides las divinas inspiraciones. No dilates cumplir los buenos propósitos. Todos vieron la estrella, sólo tres la siguieron”.
“Cuando ves claro que la obra es buena, no te arredren las dificultades. Confía en Dios, que te ayudará a vencerlas”.
“No dejes por vanos temores ni por causas leves los buenos propósitos. Confía en Dios y te ayudará a vencer las dificultades”.
“Cuida de tus obligaciones y haz cada día el programa de ellas, aun las nimias”.
“Piensa bien qué es lo que dejas de hacer por negligencia, por pereza o por cobardía. Proponte arreglarlo”.
“Llena tus trabajos, molestias y adversidades con resignaciones por Dios, que Él te ayudará. Propósito: hacer con toda atención y lo mejor posible cada obra”.
“Sé más decidido y firme en las buenas resoluciones. Acuérdate que no se va al cielo sólo con propósitos sino con actos”.
“Procura ser como la simiente caída en buena tierra y no pierdas ni un minuto de granjear para el cielo”.
“Propón menos y obra más”.
Padre de Josefina, la esposa de Carlos Haya, cuyos hijos emparentaron con los Taillefer vinculados al Opus Dei.