El doctor Gálvez, el miedo y el deber

(publicado en Diocesis de Malaga. 08/04/2020: 1130)
El Dr. Gálvez con algunos de sus nietos
 

Todos tenemos miedo. Hobbes decía de sí mismo: “Mi querida madre dio a luz gemelos: a mí y al miedo”. Es una afirmación universal, general, en la que no caben excepciones, salvo por peligrosas patologías.

¿Qué mejor prueba que las duras y esperanzadoras imágenes de enfermeros y auxiliares exhaustos, monjas con mascarilla llevando comida a los pobres, o capellanes sanitarios voluntarios?

La panoplia de temores puede ser incalculable. Puedo padecer miedos innatos o sufrir miedos adquiridos. Puedo temer a la oscuridad o a las cucarachas, al fuego o a la muerte, a hablar en público o a contraer el COVID-19. Y los grados, infinitos, desde una ligera inquietud hasta un pánico paralizante. Depende de cada cual, y de la circunstancia de cada cual, pues siempre hay un polo subjetivo (yo) y un polo objetivo (lo que me atemoriza): todo bascula en función de mi percepción del peligro (o de lo que considero como tal) y del bagaje de recursos de los que dispongo (aquí sería menos metafórico hablar de panoplia, que literalmente es colección ordenada de armas). La combinatoria puede ser ilimitada, pero nunca igual a cero, porque todos, sin excepción, le tenemos miedo a algo.

Gálvez Ginachero, a pesar de su talante imperturbable y de su fama de cirujano capaz y preciso, también sufrió miedos. Precisamente la enorme responsabilidad de su profesión (que a diario le hacía bregar con algo tan frágil como la salud y la vida de sus pacientes), y su intensa empatía hacia los demás, le provocaba una desazón que explica su dedicación incansable a sus enfermos y su máxima concentración –y a veces brusquedad con sus colaboradores- durante las operaciones.

En una de sus historias clínicas (4/7/1894) escribió respecto de su intervención para extirpar un fibroma uterino: “(el tumor) estaba fuertemente adherido y con una base bastante ancha. Después de tentativas repetidas, largas e infructuosas, me apercibí con terror de que se había perforado la matriz”. La rápida reacción de Gálvez, que describe a continuación en la misma historia clínica, le permitió superar este contratiempo y a los pocos días lograr el alta la paciente. Pero lo que me interesa destacar es, además de la humildad en dejar testimonio escrito de su fallo, el reconocimiento de su propia debilidad. La comprometida situación de aquella paciente le había producido “terror”.

También tuvo miedo las dos veces que le detuvieron, especialmente la segunda. Lo reconoce posteriormente en una entrevista que le hicieron unos periodistas: sintió auténtico pánico.

“A fines de agosto (1936) vino una patrulla de la F.A.I. con una orden de prisión contra mí, firmada por el gobernador civil de la provincia. En seguida me puse a la disposición de los milicianos y me llevaron a donde iban los detenidos más temibles: al Colegio de Salesianos de San Bartolomé, donde la F.A.I. había instalado uno de sus cuarteles. Está ese convento o colegio precisamente en el barrio que yo visitaba todos los días para rezar ante María Auxiliadora. El vecindario me conocía mucho, y me apreciaba bastante, y yo veía las caras de espanto que ponían los obreros del barrio al ver que me llevaban conducido y detenido. Este hecho hizo tranquilizarme en grado sumo. Perdí todo el pánico que en un principio tuve y adquirí un aplomo extraordinario para hablar ante el comité de faistas”.

Acusado de ser un burgués “parásito”, su defensa fue la exposición de su esfuerzo cotidiano: “Llevo ya cuarenta años trabajando en mi profesión, procurando atender a todo el mundo, y principalmente a los obreros. Vosotros lo sabéis bien. Y vosotros mismos, estoy seguro que no habéis trabajado tanto por servir al pueblo como yo, porque entre los domingos, los días de fiesta, la jornada de ocho o menos horas y las huelgas que con frecuencia tenéis, es bien poco lo que trabajáis al año. En cambio yo, como todos los médicos, trabajamos diariamente, sin tener horas de jornada, sin percibir horas extraordinarias y sin descansar los domingos ni días festivos”.

En solo seis minutos –contó Gálvez a los periodistas- se decidió la sentencia: sería liberado. Nadie consideró la posibilidad de imputarle ningún delito. La única discusión fue qué miliciano le llevaría de nuevo de regreso a casa. Al final se encargó de ello el propio jefe de la patrulla que le había detenido, llevándole en coche de vuelta a su hogar, desde aquel cuartel/santuario.

Por tanto, la cuestión no es vivir en un nirvana desinfectado de temores (lo cual es, o escapista, o utópico); la tarea no es evitar el miedo, sino re-accionar, sobre-ponerse a él. No es lo mismo tener miedo que ser un cobarde, porque, como bien distingue José Antonio Marina, son fenómenos que pertenecen a niveles distintos: el miedo es una emoción, la cobardía es un comportamiento.

Naturalmente, vencer el miedo no es una opción meramente voluntarista. Sería demasiado fácil poder alejarse de uno mismo cuando el miedo literalmente te “a-tenaza”. Suele citarse al valeroso mariscal Turenne que antes de entrar en batalla, al sentirse temblar de miedo, se dijo: “¿Tiemblas, osamenta? Más temblarías si supieras donde voy a meterte”. Este distanciamiento para lograr perspectiva, esta voluntaria bipolaridad, a veces funciona, a veces no.

El verdadero recurso, cuando falla el razonamiento, el ánimo, la vergüenza, la evitación del castigo, la motivación del premio… radica en asumir el “deber”, en el que hemos hecho pivotar nuestra dignidad. El deber, que en el caso del cristiano, es el amor. El cura pecador, alcohólico y cobarde de El poder y la gloria de Graham Greene, finalmente decide no huir por atender a un moribundo, y es ejecutado. La monja pusilánime de los Diálogos de carmelitas de Bernanos, pudiendo escapar, finaliza el Veni Creator y ofrece su cabeza a la guillotina; pues, como dice la madre Teresa de San Agustín al pie del cadalso, “el amor saldrá siempre victorioso. Cuando se ama, se puede todo”. Incluso Rieux, el esforzado médico de La peste de Camus, desde la increencia se arriesga al contagio, por cumplir su deber sanitario y por pura filantropía.

Esta Semana Santa, tan peculiar por el COVID-19, no será sin embargo distinta en su esencia y su mensaje: el recuerdo vivo del Hijo de Dios que padeció, que sintió angustia y miedo hasta sudar sangre, que sufrió muerte, horrible muerte de cruz… pero que con su ejemplo nos mostró el auténtico camino para vencer al miedo; y, por Él y en Él, para derrotar hasta a la misma muerte. ¿Qué mejor prueba que las duras y esperanzadoras imágenes de enfermeros y auxiliares exhaustos, monjas con mascarilla llevando comida a los pobres, o capellanes sanitarios voluntarios?

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