Se sabe a ciencia cierta que D. José Gálvez, a lo largo de toda su vida, mantuvo una devoción y cariño muy especial a María Auxiliadora. La visitaba a diario en el santuario de las Escuelas de San Bartolomé y solicitaba su intercesión en los momentos difíciles -que fueron muchos- de su vida. Pero no está sin embargo tan claro cuál fue el origen de dicha devoción, pues está demostrado que Gálvez no cursó -como a veces se ha afirmado- sus estudios primarios en el colegio de la calle Eduardo Domínguez Ávila, del que sin embargo sí sería con el tiempo benefactor y cooperador salesiano.
¿De dónde, entonces, provenía su particular afecto a esta advocación mariana? Bien podría ser, como ocurriera en tantas otras ocasiones de su vida, por influencia de su madre, Dª Carmen Ginachero Vulpius. Dª Carmen tenía raíces italianas, y probablemente heredara a su vez de sus padres, transmitiéndolo a sus hijos, una especial ternura por María «Auxilio de los Cristianos» advocación popularizada por el santo de Turín, Don Bosco.
Pero repasemos un poco la historia. El título mariológico «Auxilium Christianorum» aparece en la Iglesia en 345, invocado por San Juan Crisóstomo: «Tú, María, eres auxilio potentísimo de Dios«. Más tarde, en 749, Juan Damasceno rezaba la jaculatoria «María Auxiliadora, rogad por nosotros«, señalando que María es «auxiliadora para evitar males y peligros y auxiliadora para conseguir la salvación«.
Ochocientos años después, en 1572, esta jaculatoria sería rezada en todo el orbe cristiano tras la victoria en la batalla del Lepanto, pues la flota combinada de la Liga Santa (España, los Estados Pontificios, Venecia, Malta, Génova y Saboya) consiguió derrotar a unas fuerzas turcas muy superiores en buques y hombres en «la más alta ocasión que vieron los siglos«, como la definiría uno de sus combatientes, el genial Miguel de Cervantes. También los católicos del sur de Alemania honrarían a la Virgen con este título tras librarles de la invasión protestante con el fin de la Guerra de los Treinta Años.
Pero fue en 1814 cuando el Papa Pío VII instituyó la festividad de María Auxiliadora. Napoleón Bonaparte se había atrevido a capturar en 1809 al Sumo Pontífice, reteniéndole en Savona y confinándolo después en Fontainebleau. Tras cinco años de prisión, el apa casi había perdido la esperanza de recobrar la libertad, pues Napoleón parecía invencible.
El papa prometió entonces:
-«Madre de Dios, si me libras de esta indigna prisión, te honraré decretándote una nueva fiesta en la Iglesia Católica«.
A partir de ese momento, Napoleón comenzó a sufrir derrota tras derrota, en Rusia, en Leipzig y definitivamente en Waterloo. El Papa, libre al fin, regresó a Roma el 24 de mayo de 1814. Fue en conmemoración del favor de la Virgen María por lo que Pío VII decretó que en adelante, cada 24 de mayo, se celebrara la fiesta de María Auxiliadora, como signo de acción de gracias a la Madre de Dios. Así ha ocurrido hasta la actualidad.
Don Bosco nació un año después, en 1815. Y él fue el gran impulsor de la devoción a María Auxiliadora. Solía decir: «Propagad la devoción a María Auxiliadora y veréis lo que son milagros» y recomendaba repetir la jaculatoria «María Auxiliadora, rogad por nosotros«, pues -afirmaba- «quien la dice muchas veces consigue grandes favores del cielo».
Por los extraños giros de la vida, el santuario en Málaga de María Auxiliadora (la primera coronada canónicamente en España por el obispo D. Juan Muñoz -1907- y la cuarta en el mundo), desde julio de 1936 hasta febrero de 1937 fue convertido en centro de detención de la F.A.I., la Federación Anarquista Ibérica. Nueve salesianos fueron asesinados. Y precisamente allí llevaron en agosto de 1936 detenido a D. José Gálvez, esta vez no para rezar, sino para responder al interrogatorio al que fue sometido por los milicianos anarquistas. ¿Qué cruzó por la mente del Dr. Gálvez en aquellos momentos? Él mismo lo relató unos meses después al escritor Ángel Gollonet, que escribiría su testimonio, junto con otros relatos de la Guerra Civil, en el libro «Sangre y Fuego«.
D. José reconoce que al principio, mientras le conducían, sintió «pánico«, pero que al ver las caras de espanto de los obreros que le veían llegar, que le conocían y le querían, se tranquilizó. Viéndose preso, ¿se encomendaría entonces a María Auxiliadora, como hiciera Pío VII, como recomendara San Juan Bosco?
Comenzó el interrogatorio. Quisieron primero obtener de él que revelara el domicilio de los directivos de Acción Católica y de otras muchas personas. Se negó a delatar a nadie. Después le preguntaron si él mismo era presidente de dicha entidad. En aquellos turbulentos momentos de odio a la fe, reconocerlo podía suponer ser de inmediato martirizado. Pero no lo negó. Confesó valientemente su fe católica y después se encaró con sus captores.
-«Llevo ya cuarenta años trabajando en mi profesión, procurando atender a todo el mundo, y principalmente a los obreros. Vosotros lo sabéis bien. Y vosotros mismos, estoy seguro que no habéis trabajado tanto por servir al pueblo como yo, porque entre los domingos, los días de fiesta, la jornada de ocho o menos horas y las huelgas que con frecuencia tenéis, es bien poco lo que trabajáis al año. En cambio yo, como todos los médicos, trabajamos diariamente, sin tener horas de jornada, sin percibir horas extraordinarias y sin descansar los domingos ni días festivos».
En sólo seis minutos se decidió la sentencia. Gálvez sería liberado. Nadie consideró la posibilidad de imputarle ningún delito. La única discusión fue qué miliciano le llevaría de nuevo de regreso a casa.
Al final se encargó de ello el propio jefe de la patrulla que le había detenido, llevándole en coche de vuelta a su hogar, desde el santuario de María Auxiliadora.