Quiero empezar este artículo con un suceso que me narró uno de los protagonistas, el hoy famoso ginecólogo madrileño, Dr. Julio Cruz y Hermida: En el año 1945, siendo estudiante de primer curso de la carrera de Medicina, y con ocasión de una visita a Málaga acompañando a su padre, tuvo ocasión de visitar el Hospital Provincial de la mano de un eminente cardiólogo, el Dr. Antonio Moncada Jareño, quien le invitó a su servicio para que fuera relacionándose con la Medicina. En aquella visita se toparon en uno de los pasillos del viejo hospital con un venerable anciano, de figura menuda y paso torpe, rodeado de una corte de acompañantes, todos con bata blanca. El Dr. Moncada lo saludó con reverente respeto y luego dijo al joven Julio Cruz y Hermida: “Tú, que un día serás médico, quizás puedas presumir que viste en este hospital a un médico eminente, el Dr. Gálvez Ginachero, y posiblemente un santo, al que rezaremos algún día los médicos españoles”.
Con motivo de una Mesa Redonda en el Colegio de Médicos de Málaga, don-de intervine, el presidente del Colegio, Dr. Sánchez Luque, que actuaba de modera-dor, me hizo las siguientes preguntas: ¿Qué sentido tiene recordar a Don José en 2013? ¿Qué nos dice D. José a los médicos de hoy, a los que ejercemos la medicina en el siglo XXI? ¿Crees que el Dr. Gálvez era santo?
Las respuestas a esas preguntas me dan pie para el presente artículo. Considerando solamente el aspecto médico del personaje, sí creo que su vida y obra nos debe decir mucho a los médicos de hoy, porque repasando su biografía observamos fácilmente que nuestro personaje ejerció la medicina con dedicación, con profesionalidad, con amistad y con estudio continuo, que son las cualidades que debe adornar el ejercicio médico.
Don José Gálvez, para iniciar su ejercicio profesional, se colegia en el Colegio de Médicos de Málaga en el año 1898 y se le asigna el número 13 de colegiación. Empieza a ejercer la medicina en una época de la historia enormemente interesante. Por aquellos años se descubren los Rayos X, el radium, la aspirina, el electrocardiograma, algunos microbios causantes de enfermedades infecciosas, algunas vacunas, y Ramón y Cajal ya había descubierto la estructura del sistema nervioso central. También había llegado a la sociedad de entonces el cine, la radio y ya surcaban el aire los primeros aviones y el zeppelín.
Sin embargo, en el aspecto sanitario, en el de prevención, de asistencia, de resultados, las cosas no iban bien. A finales del siglo XIX y comienzos del XX la tasa de mortalidad en España era de 28. Es decir, en un año morían 28 de cada 1000 personas. La esperanza de vida al nacer estaba en 35 años para las mujeres –que siempre viven más que los hombres– y la tasa de mortalidad infantil se encontraba en 200, es decir morían 200 niños de menos de un año por cada 1000 nacidos vivos. Y la letalidad por partos se encontraba en la asombrosa cifra de 12 por ciento.
Pues bien, con este panorama sanitario se encontró D. José cuando comenzó a ejercer la medicina en Málaga. Dicen los biógrafos que se decidió a ejercer la especialidad de Obstetricia y Ginecología animado por tan desastrosas cifras de morbilidad y mortalidad en las mujeres gestantes y parturientas. Años antes del inicio de su ejercicio profesional, ya en Viena el Dr. Semmelweis (1848) había impuesto el lavado de manos quirúrgico en las intervenciones y en la asistencia a partos. Antes, las cosas cantaban de otra manera, pues cada hospital se ufanaba de poseer lo que se llamaba un buen hedor quirúrgico. El cirujano estaba orgulloso de su viejo delantal que no cambiaba, pues las incrustaciones de sangre y pus atestiguaban su experiencia. El Dr. Gálvez impuso desde el primer momento en su actividad quirúrgica una correcta y escrupulosa asepsia, incorporándose al buen hacer que ya predominaba en Europa.
El Dr. Gálvez se exigió durante toda su vida profesional la mejor calidad médica del momento y tuvo bien claro que él no trataba solamente a mujeres en situación de gestación, de parto o en contexto patológico. No, él trataba personas, llevando su interés más allá de la consulta, más allá del hospital, del paritorio o del quirófano.
Supo muy bien cuánto de humanitario, quizás como ningún otro oficio, tiene el de médico y que, arropando a la patología o influyéndola, existen factores sociales, familiares, profesionales que él debía atender en la medida de sus posibilidades.
Por eso, él sabía muy bien –en palabras del Dr. Marañón– que trabajaba con instrumentos y remedios imperfectos, pero con la conciencia cierta de que donde no llega el saber, donde no llega la ciencia, donde no alcanza la técnica, puede llegar siempre el amor. El vivió y ejerció de médico rodeando su ejercicio de un halo de humanitarismo y humildad.
La transmisión oral y los pocos biógrafos existentes hasta ahora nos hablan de su implicación absoluta en obras sociales, en obras de caridad, de atención a los necesitados, enfermos de cuerpo y espíritu, o sanos con carencias importantes, llegando en estos menesteres a extremos que superan lo ordinario. Su vida fue extraordinaria en atención a los demás, dedicado a mejorar la calidad de vida del que está más cercano, del prójimo.
En cuanto a hombre de ciencia tenía bien claras las dos visiones constituidas por ciencia y fe. No eran, para él, dos hechos autónomos e independientes que no eran compatibles. No, todo lo contrario, eran concepciones que necesitaban estar en diálogo entre sí y que se complementan.
Fue un malagueño que prestigió la medicina durante los años que residió y estudió en la capital de España e hizo lo propio cuando se afincó definitivamente en su ciudad de nascencia.
En Madrid cursa el doctorado en Medicina, asistiendo al prestigioso Hospital de la Princesa e Instituto Rubio. Luego desarrolla ampliamente su formación en París, en la Clínica Baudelocque y, su periplo europeo le lleva a Berlín donde trabaja con Olshausen y Veit. Sus conocimientos van componiendo de tal forma su autori-dad médica y humanística que es invitado a cofundar con la Reina María Cristina de Hasburgo, madre de Alfonso XIII, la histórica “Casa de Salud de Santa Cristina y Escuela de Matronas”. Fue uno de los primeros que logró dignificar el papel social y profesional de la matrona, enalteciendo esta profesión.
Su mayor dedicación profesional, como queda dicho, se elabora en su amada Málaga, donde se convirtió en un carismático personaje. En 1893 ingresa como médico en la Beneficencia Provincial de Málaga y, más tarde, dirige el Hospital Provincial y su Maternidad, creando allí un gran Archivo de Historias Clínicas, auténtico tesoro referencial de más de cincuenta años de trabajo.
Toda esta actividad médica no le impide simultanear su trabajo asistencial con la Alcaldía de Málaga (1923-1926) y con la Presidencia del Colegio de Médicos, donde realizó una reconocida labor.
Su generosidad le lleva también a presidir la Conferencia de San Vicente de Paúl, a ser Patrón protector del Asilo de los Ángeles para acogida de ancianos sin medios de subsistencia y a allegar medios económicos para las recientemente fundadas Escuelas del Ave María.
No se equivocó, pues, el Dr. Moncada en su predicción. La historia de la medicina española ya lo ha consagrado como una gran figura y, ahora, la Iglesia Católica abre su camino hacia la santidad, ya reconocida por sus paisanos. El Dr. José Gálvez Ginachero hizo de su ejercicio médico un ejercicio de verdadera santidad.
[person name=»Ángel Rodríguez Cabezas» picture=»<a href=»http://www.galvezginachero.es/wp-content/uploads/2013/04/cabezas.png»><img alt=»cabezas» src=»http://www.galvezginachero.es/wp-content/uploads/2013/04/cabezas.png» width=»50″ height=»50″ /></a>» title=»Doctor en Medicina y Cirugía» facebook=»http://facebook.com» twitter=»http://twitter.com» linkedin=»http://linkedin.com» dribbble=»http://dribbble.com»][/person]